Es frecuente encontrar en la historia de la música casos de una precocidad realmente asombrosa. Esto no ocurre con otras disciplinas artísticas, salvando las siempre inevitables excepciones, por supuesto. Ni en literatura, ni en pintura, ni por supuesto en la ciencia encontramos algo similar. Hagamos un rápido repaso: Mendelssohn compuso su obertura Sueño de una noche de verano con sólo diecisiete años; Mozart escribió la mitad de sus piezas antes de cumplir los veintiuno, y a pesar de que tuvo una vida de treinta y cinco años llegó a escribir unas seiscientas obras; Meyerbeer era considerado un virtuoso del piano a los nueve; a esta misma edad dio su primer concierto Franz Liszt; Beethoven fue director de orquesta con dieciocho; antes de los dieciocho Shubert ya había escrito ciento cuarenta y seis canciones, tres óperas y dos sinfonías, además de mucha música de cámara; entre los diez y los trece años Haendel compuso más de cien obras religiosas; el padre de Isaac Albéniz preparó el primer concierto público de su hijo cuando éste sólo tenía cuatro años, dio su primer concierto privado con ocho y a los diecinueve ya era considerado un virtuoso del piano; y Weber, por citar un último caso, escribió su primera ópera a los trece años, y a los dieciocho era director de la Opera de Breslau. Pero hay cientos de curiosidades en el mundo de la música que nada tienen que ver con la precocidad, el talento o el esfuerzo de los compositores y sí mucho con el capricho, las manías u obsesiones de los hombres. Las que siguen son sólo algunas:
Giuseppe Verdi (1813-1901), el que tal vez sea el mejor compositor de óperas de todos los tiempos, con títulos en su haber como Nabucco, Macbeth, Rigoletto, Il trovatore, La Traviata, La forza del destino, Aida y Otello fue rechazado en 1832 por el conservatorio de Milán a causa de su juventud y de que "sus ejercicios no mostraban especiales aptitudes para la música". Otra curiosa anécdota relacionada con este genio total, absoluto y definitivo es que fue tanta su popularidad en Italia, que siendo rey de los italianos Víctor Manuel se le aclamaba con el grito de "Viva Verdi", al ser el nombre del compositor un acrónimo de la expresión "Vittorio Emmanuele Rè d'Italia".
Frederic Chopin (1810-1849) compuso su pieza conocida como Vals del gato tras inspirarse en las notas que produjo su gato al subirse al piano y corretear durante varios minutos sobre las teclas. Al parecer a Chopin le divirtió tanto el talento del animal que quiso reproducir aquellos sonidos en dicha composición.
Jean Baptiste de Lully (1632-1687) fue un astuto cortesano en la corte del rey Luis XIV, además de su compositor de cámara. Gracias a sus intrigas palaciegas gozó durante toda su vida del favor del rey, y sus composiciones se basan fundamentalmente en las obras de los dramaturgos de la época, especialmente en las de Corneille, Racine y Moliere, con quien escribió los ballets cómicos de Matrimonio a la fuerza y El burgués gentilhombre. La muerte le cogió desprevenido al gangrenársele un dedo del pie que se había herido pocos días antes con su bastón mientras marcaba el compás de la interpretación de un Te Deum.
Enrique Granados (1867-1916) protagonizó también una muerte singular. Ocurrió un 24 de Marzo en aguas del Canal de la Mancha cuando regresaba a España tras el estreno en Estados Unidos de su ópera Goyescas. Viajaba en el vapor Sussex cuando éste fue torpedeado por un submarino alemán durante la Primera Guerra Mundial. Aunque el barco pudo llegar a puerto sin mayor incidencia, fue tal el miedo a morir del compositor español, que además sentía una terrible fobia al mar, que aquel ataque lo sumió en la histeria y se lanzó al agua. Lo siguió su mujer, que trató en vano de salvarlo pereciendo también ella. Fueron las dos únicas víctimas de aquel inesperado ataque.
Robert Schumann (1810-1856) trató de suicidarse en 1854 y poco después fue ingresado en una clínica para enfermos mentales en Enderich, donde moriría dos años más tarde un 29 de Julio. Desde la adolescencia sufrió trastornos mentales que se fueron complicando en su madurez hasta crear un cuadro clínico que incluía trastornos del sueño, insensibilidad, rigidez y repentinos temores. Toda su producción hasta 1840 fue escrita para piano, y era tanta su obsesión por lograr la perfección de los movimientos de la mano durante la interpretación, que solía atar su dedo corazón a una tablilla durante los ensayos para independizar el dinamismo del resto de los dedos. Esta caprichosa técnica terminó provocándole una lesión irreversible que acabó con su carrera de pianista.
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) escribió su Réquiem, quizá la más famosa de sus obras, por encargo del conde Walsegg zu Stuppach, quien desde hacía tiempo admiraba su talento. A principios de 1791 murió la mujer del conde, y sabiendo las penurias económicas y la terrible enfermedad que acuciaba al músico le encargó una misa de Réquiem. Esta obra, la más inquietante y misteriosa de Mozart, siempre ha estado envuelta con un halo de leyenda sin duda propiciada por el oscuro interés que escondía el encargo del conde Walsegg. Este rico hombre, aficionado a la música, tenía a su servicio a un criado llamado Leutgeb para las cuestiones musicales. Este, solía contactar con compositores afamados para encargarles, previo pago de una suculenta cantidad, alguna obra que después el conde de Stuppach se encargaba de copiar de su puño y letra, y que luego publicaba y mandaba ejecutar como si fuesen suyas. El contrato se llevaba a cabo en el más absoluto secreto, tal era así que Leutgeb aparecía embozado en una oscura capa para que nadie pudiera reconocerlo y relacionarlo con su amo. De tal manera que cuando llamó a la puerta del enfermo Mozart con tal encargo y tales pintas a éste se le pasó por la cabeza la imagen de la propia Muerte que le encargaba una misa por su propia y desdichada alma. Por supuesto aceptó el encargo y exigió el precio: cincuenta ducados. El visitante nocturno satisfizo la demanda e impuso las condiciones: un mes de plazo, la renuncia a la obra y la promesa de que nunca, bajo ningún pretexto, trataría de averiguar la identidad de su acreedor. Y Mozart no tuvo más remedio que aceptar, su situación era lamentable. Por aquel entonces, poco antes de su muerte, se encontraba cargado de deudas, enfermo de una dolencia renal crónica, agotado por el excesivo trabajo a que se sometía y sobre todo trastornado por los efectos de una gran depresión nerviosa. Necesitaba el dinero desesperadamente. Además quería enviar a su mujer Constanze a Baden para que cambiara de aires. Lo necesitaba. Mozart no terminó la obra en un mes y pidió al emisario un nuevo plazo de entrega que le fue concedido. Poco a poco fue escribiendo cada una de las partes de su obra: el "Réquiem Aeternam", el "Dies Irae", el "Kyrie", el "Domine Jesu", pero no llegó a completar su propósito de ver incluida en la obra toda su portentosa visión del Juicio Final. La completaría a su muerte su discípulo Franz Xavier Süssmayr.
Mozart murió el 5 de Diciembre de 1791, y tras su muerte las partituras del Réquiem fueron entregadas al conde Walsegg, que como solía hacer se las adueñó y dos años más tarde hizo que se ejecutaran con su nombre.
Lo que hoy es el famoso Réquiem de Mozart es probable que fuese el famoso Réquiem de Walsegg si Constanze Mozart no se hubiese convertido a la muerte de su esposo en una imprescindible difusora de la obra de éste. Por las mismas fechas en las que Walsegg estrenaba la obra en Wiener-Neustadt, Constanze la estrenaba en Viena incumpliendo el acuerdo de su marido con el conde.